Muere Tom Hornbein y el Everest pierde a un aventurero

Unsoeld (a la izquierda) y Tom Hornbein en el Everest, en 1963.

Tom Hornbein acaba de fallecer a sus 92 años, en plena temporada alta de asedio al Everest, apenas a dos semanas de celebrar el 60 aniversario de una de las ascensiones al techo del planeta más audaces que la historia del alpinismo recuerda. Tanto ha cambiado nuestra sociedad en estas seis décadas, que en el Everest cabe ahora lo inimaginable, lo convencional, el negocio, la caza del selfie, las colas del absurdo y también cierta tristeza. Con Hornbein se va ése tipo de ser humano curioso, valiente, rebelde, nunca una oveja, alguien que nada tiene que ver con aquellos que ahora se amontonan agarrados a una cuerda como niños amarrados a la mano de su madre. No quieren siquiera imaginar qué podría ser eso de buscar un camino desconocido hasta la misma cima: la seguridad ante todo, proclaman, pero Hornbein podría responder que la seguridad en montaña pasa por la autonomía, por la experiencia, por la maestría necesaria para imaginar retos que se desmarquen de lo banal. Con todo, siempre elegante, Hornbein nunca criticó la deriva de los acontecimientos en el techo del planeta. Pasó por allí, hizo lo que quiso, y dibujó su reverencia: siguió escalando y caminando toda su vida pero no volvió a integrar ninguna gran expedición. De hecho, solía referirse a su paso por el Everest como “una aventura más que añadir a las muchas aventuras que pude vivir a los largo de los años en diferentes montañas”. Escalar un árbol o el tejado de una casa fueron sus primeras grandes aventuras, esas que el tiempo no borra porque se quedan grabadas en el ADN.

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